Un cierto espécimen de locura
Un cierto espécimen de
locura
Estamos en la mitad de mayo
y la región de Wisconsin central-oeste al paralelo 45 se ha verdeado
lindamente. Estoy andando con mi perrita Fifi en el sendero de la orilla del
rio St. Croix. A ella le sobrecargan sus sentidos con los olores de cada brizna
de hierba, de cada diente de león, de cada pez podrido que acabó en la orilla
gracias a la inundación de primavera. (Sí, lo sé…pero ella lo ama tanto). Yo,
mientras tanto, estoy absorbiendo la luz que se filtra hacia abajo por las
ramas de los álamos centenarios. El aire está cargado de clorofila al punto de
que yo piense salir de este sendero con la piel tan verde como las hojas de
estos árboles ancianos que marcan mi ruta. Me siente tal tangible.
Aun no puedo recordar el
invierno. Intento imaginarme solo hace un mes en este mismo sendero. Pero el
mundo era contrariamente blanco en aquel entonces, irreconocible a hoy. Y esta
es la esencia de donde vivo. Como el príncipe Rilian en La Silla de Plata, quien fue embrujado así que se convirtió en dos
personas distintas a dos veces distintas al día, experimento yo el mismo tipo
de embrujo aquí al 45. Tenemos blanco.
Luego tenemos verde. Y se nos produce, en nosotros los Norteños, un cierto espécimen
de locura.
Durante el invierno,
nuestro mundo, nuestra tierra, nosotros mismos, somos pintados en un monocromo
de blanco-gris. Un extraviado pájaro cardenal al comedero es todo que me trae
un poquito de mi vida anterior, como una demencia donde casi, pero aun no del
todo, pueda acordarme cómo era sentirme cálida y andar sin zapatos. No puedo
por mi vida visualizar los días húmedos de musgos terciopelos, advertencias de
tornados y tormentas severas, petunias en macetas de rojo-blanco-y-azul, ni de tallos
de maíz a la rodilla, ni cerezos. Aun
cuando miro atrás a las fotos para recoger un sentido por los veranos pasados,
es completamente extraño para mí—es el mundo de otra persona. Dale, mis amigos
del 45, ¡cierto que sabéis de lo que platico aquí!
Un día, se siente como si
la eternidad sin color, sin temperatura, sea permanente y que aun la palabra “verano”
sea inventada de terrenos inventados como Narnia o el Shire. Pero luego los
riocitos de nieve derritiéndose comienzan atravesar las bajadas de nuestras
calles. Y el día después el aire me siente más hidratado, menos agrio, menos
duro. Y entonces, BAM, todo, todo está de pleno color otra vez. Y BAM, ya no
puedo recordar el invierno, solo hace cuatro semanas. Ni poder sentirlo. Ni
poder conjurarlo.
Estaba pensando en mi excursión
con mi cachorra esta mañana sobre la locura de vivir año tras año en la mitad
entre el ecuador y el polo norte—el embrujo mental insano que me eclipsa donde
no reconozco mi vida anterior del “otro mundo” en que yo viví por los seis
meses pasados. Soy Jekyll & Hyde, el príncipe Rilian & el Caballero.
Toméis, amigos míos, un vistazo en mi cerebro, y encontrarais que hice el salto desde las reflexiones de arriba al preguntarme si nuestras contrapartes en Chile experimentan la misma locura mental. Hago una oración por Chile mientras cambiamos de lugar en esta estación del año. Nos inclinamos hacia el sol. Ellos tienen que alejarse. Les espero bien. Rezo que su invierno, como lo entran, no sea demasiado duro, ni demasiado oscuro, por demasiado tiempo. Y cuando el invierno regresa aquí en Wisconsin, (y no tengo ni un deseo de durarme en ESTE pensamiento más allá que esta entrada del blog!) quizá mi única línea de vida al verano verde será imaginar todos esos chilenos disfrutándose en la calidez y en los colores. Pero todavía no me parecería real. Qué locura, ¿no?
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